El Código Mimo

El lunes, como todos recordarán, hizo un calor poco digno de principios de septiembre.

Yo salí del laburo y no bien hice dos cuadras, rumbeando por esta zona de la feria del libro, arrojé dos litros de sudor al suelo. Sedientas, las palomas, se abalanzaron sobre los charcos de sudor a refrescarse, pero cuando llegaron, ya se habían evaporado.

Desesperadas por acceder al líquido vital, las palomas se arrojaron sobre las personas para succionarles el sudor, y si por mala fortuna alguien no sudaba, le dejaban un señorial sorete sobre la ropa.

Me encontré con unos amigos en la puerta del Obispo Mercadillo, Martín y Javier, y nos colgamos charlando un breve rato; mientras tanto, mi cuerpo, ya gelatinoso por el cansancio y la deshidratación, ostentaba una capa de cenizas que me permitía disimular la caspa.


Seguí caminando hasta mi casa y cuando llegué, el sol me había pegado tan fuerte que me sentía un bay biscuit.

Ahora, yo todavía no había leído una sola noticia en el día, pero todos los que llevamos un tiempo viviendo en Córdoba, miramos al cielo y ya sabemos cuándo hay un incendio de proporciones apocalípticas y ¡se viene el fin del mundo, nos vamos a morir todos! Toda oportunidad es buena para que los sacerdotes del fin del mundo aprovechen para vender sus discursos.

Destapar una cerveza era una necesidad básica. En días así, yo me imagino que la ciudad ideal debería subsidiar la birra en días tan calurosos (tomen nota los que quieran postularse para las próximas elecciones).

El problema de los días así es que los diálogos entre dos personas que se encuentran están siempre sesgados por el clima. No hay diálogo de taxi que no diga “qué calor, ¿no?”, y eso me parece que está mal. Así también, no hay nada más horrible que entrar al ascensor con un vecino con el cual uno tiene menos diálogo que con un potus, y sólo se habla del clima, y después, sólo resta una sucesión ininterrumpida de “hm”, “ajá” y “así es la cosa”.

En casos así, los únicos bienaventurados son los que viven en los más de trescientos edificios que se quedaron sin gas, porque al menos tienen la posibilidad de descargar sus quejas respecto de la ausencia del servicio, tener que manguear un calorito que será utilizado tanto para preparar el desayuno como para rellenar una palangana para bañarse, o los más copetudos podrán quejarse de los gastos que implican una cocina eléctrica o un microondas.

Ahora, en plena época de incendios, uno siempre se encuentra con montones de artículos acerca de las responsabilidades de la tragedia, pero nunca salen de los artículos, no dejan de ser textos, y eso me sumerge en un universo de bronca irremediable. Porque hay un hecho: los desmontes han acrecentado exponencialmente la gravedad de los incendios que se producen en esta época y esto nunca ha tenido una repercusión que se traduzca en leyes efectivas contra el desmonte.

Pasa que el negocio es tan suculento, que al desarrollista no le importa que le llueva ceniza a toda la ciudad; total, después de pegar un negocio tan copado como el de construir un barrio privado en el medio de un bosque autóctono, ¿qué desarrollista va a ser tan boludo como para quedarse a vivir ahí? Se va a sacar un viaje para irse a Islandia no bien se ponga rojito el suelo devenido en lava volcánica, o se va a poner a predicar el Apocalipsis, que también es otro negocio rentable.

Total, legalmente, lejos están de comprobarse las responsabilidades, porque los proyectos ya fueron aprobados... vía soborno, claro está.

Ahora, yo valoro algo de todo esto; al menos hubo un billete de por medio. A través de este billete, que para nosotros es algo completamente inaccesible, porque todavía no se aplicó el impuesto al soborno, al menos se reconoce la presencia de un ilícito. Al menos, alguien dice “sí, estoy tirando abajo una ladera cubierta de molles y espinillos y te pago para que guardes silencio”.

Y ahí empieza a aplicarse el Código Mimo – pido perdón para todos los que se dedican a este arte, no estoy hablando de ellos –. El Código Mimo consiste en el acting de hacerse el boludo. Cuando le preguntan al individuo sobornado, hace un par de gestos con las manos, desvía la conversación, dice un chiste tonto, sus chupamedias se ríen, la nota se publica omitiendo todo tipo de crítica en algún periódico con mucha influencia y el tema se olvida hasta el año que viene, cuando se produzcan nuevos incendios.

Esto mismo se aplica en los consorcios de edificios cuando les cortan el gas.

¿Sobre quién debería recaer la responsabilidad del corte de gas? ¡No le podés echar la culpa a Ecogas! Eso es lo que hacen todos, pero no se les puede echar la culpa, si los tipos están encargándose de exigir la seguridad de las instalaciones.

Bueno, entonces, todo recae en el que es responsable de mantener el edificio acorde con las normas de seguridad del Estado. Si no lo hicieron, bueno, es el administrador del consorcio el irresponsable por no haber acondicionado las instalaciones de gas del edificio.

Y en el mismo ritmo de esta conga contestataria, ¿sobre quién recae la responsabilidad de los incendios? Les podemos echar la culpa a los tipos que construyeron un barrio privado donde había una vegetación que tenía que ser protegida para que absorba el agua y mantenga la humedad del suelo, les podemos echar la culpa a los que remplazaron los árboles por toneladas de asfalto y champa... les podemos echar la culpa a los enfermos del negocio que omiten de su memoria el futuro de la habitabilidad del suelo, pero no podemos olvidarnos de que nosotros hemos votado a los que nos representan a la hora de proteger nuestro suelo, y mucho menos podemos olvidarnos de que, así como los hemos votado, podemos votar para que se vayan.

Pero no estoy hablando del voto en la urna, no estoy hablando de esperar a las próximas elecciones; yo soy un descreído de la democracia representativa. Estoy hablando de las calles, de la democracia a la griega, de que la votación se haga pública a través de la voz propia del pueblo que quiere vivir en esa provincia de Córdoba que siempre tuvo un clima privilegiado y un paisaje hermoso.

Y sí, esto es la vieja leyenda del paraíso perdido, pero la diferencia es que es posible recuperarlo.

Pero la cagada es que, en este momento, estoy hablando con los que están de acuerdo con esto que digo, o más o menos, pero siempre estamos abiertos al debate, y esto es algo que pasa con frecuencia en los ambientes progres: estamos en una endogamia que no sirve.

No sirve de nada discutir con alguien con quien se está de acuerdo.

Sólo sirve decirle, al que vive en una ficción de champa y asfalto en medio de las sierras, que plante un par de árboles autóctonos, o qué se yo, tener una máquina del tiempo para decorar de piñas al pelotudo que prendió un fósforo en el Valle de Calamuchita.

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