El ojo

El jueves, después de que el viento me sorprendiera en camisa al salir de la casa, me pasé toda la tarde encerrado, tratando de sobrevivir a las circunstancias climáticas que me agarraron con toda la ropa sucia y sin un solo abrigo disponible que pudiera ser usado sin espantar a media ciudad. Está bien que, si voy caminando por el centro, con la mitad del servicio cloacal colapsado, es casi imposible que alguien pueda sentir la fragancia que pudiere emitir mi ropa, pero si alguien hubiese pasado cerca mío con un contador geiger, ya mismo estaría en cuarentena. No es que haya pasado por la planta nuclear de Fukushima, en cuya zona los componentes radiactivos se han filtrardo hasta llegar al mar; no hay forma de financiarme un viaje a Japón... aún así, no sé si iría precisamente a ese lugar, a menos que alguien me diga que ya empezaron a salir peces con doscientos ojos hablando en esperanto. Ahí va un puntito en contra para los que defienden la energía atómica como una alternativa a los hidrocarburos; obviamente no va a hacer mucho eco la noticia de que la radiación ha llegado a invadir el suelo y el agua porque la gente está mucho más interesada en lo que sucede acá nomás, en Rosario... a lo sumo, le pelearía protagonismo en el ámbito del turismo catástrofe, una nueva forma de turismo que se está poniendo de moda en el selecto círculo de los morbosos. Es que, de pronto un viaje que iba a costar barato porque el lugar está devastado, ahora cuesta caro porque hay un guía que explica en cinco idiomas lo que pasó y un montón de japoneses sacando fotos.

En fin, no tenía ropa porque, sin lavarropas y un frío haciendo metástasis hasta el relleno de los huesos, más conocido como caracú, resulta particularmente difícil lavar la ropa, y más aún secarla.

Pero, llegó la noche y todavía no había encontrado ninguna noticia interesante que me pudiese servir para tratar hoy. Pasa que, con esto de la veda electoral, no puedo hablar ni de la mitad de las cosas que han pasado, y eso que tenía para hacer chicle todo el programa con los spots que aparecieron... Bueno, por lo menos, ahora no nos van a invadir media hora de programa con anuncios.

Con el frío que hacía, me quise hacer un guiso o algo por el estilo, algo bien calórico para estar “gordito y sanito”, como decía mi abuela, mientras me contaba que, cuado era chica, le daban cucharas de limadura de hierro y le hacían tomar leche al pie de la vaca. El problema es que, mientras preparaba los ingredientes, me encuentro con que algún vecino me pungueó la olla.


Lo odié mucho. Prendí velas en su nombre. Ojalá, que cuando vaya al mercado, compre naranjas y le salgan todas sin jugo.

Hambriento y desahuciado, me fui a comprar un sánguche de miga y me senté en un bar a degustar aquel vil engaño al estómago mientras pedía una cerveza para lubricar las ideas y los desbarranques.

Sonaba la radio con noticias sobre el próximo destino para el turismo catástrofe y, de pronto, escucho que van a poner más cámaras de “seguridad” en distintos edificios céntricos de la ciudad de Córdoba.

Me puse a mirar a mi alrededor y me agarró una terrible sensación de persecuta estatal. Sentado en Bv. San Juan y Cañada, era casi obvio que estaba en un punto estratégico que en breve va a ser vigilado. Es decir, ya me arruinaron otra esquina.

El tema es que la paranoia de 1984, de George Orwell, poco a poco, pero con poca sutileza, se ha ido convirtiendo en una realidad, y lo que otrora fue una excusa para vigilar el tránsito, ahora se dedica a la vigilancia de personas.

Tiempo atrás, había un lema, que ilustraba la noticia de la reforma de no sé qué institución penitenciaria, que decía algo así como que la prisión no es para castigo de los de adentro, sino para seguridad de los de afuera.

Ahora, la vigilancia, es una parte de la institución carcelaria y hay un concepto de panóptico que consiste en que no hace falta vigilar a todos, porque eso es imposible, sino hacer que todos se sientan vigilados. Es decir, no hace falta que seas paranoico para sentirte vigilado, porque las cámaras están ahí. Ahora, están ahí para seguridad de los de afuera. ¿Y quiénes son los de adentro? Bueno, los prisioneros, digo, los ciudadanos, porque somos potenciales algo, no sé, criminales, terroristas, manifestantes, ladrones de ollas, o potenciales pecadores ante el ojo de un dios que todo lo ve, omnipresente, omnipotente y que sabe hasta lo que hacés en el baño. Y los de afuera, en una ciudad en la cual hay una tendencia a alejarse de la urbe a medida en que uno asciende en la pirámide social, son los que tienen la posibilidad de vivir en la opulencia.

Digo esto porque, seamos honestos, un homicidio en un country es más noticia que un accidente de tren, por lo que el concepto de “seguridad”, a través de la instalación de cámaras, se define como “mantener a raya a más de tres millones de sospechosos”.

De pronto me imaginé un futuro destino para el turismo catástrofe... próximamente, en todos los cines... año 2084... Córdoba, Argentina... ¿Qué harías para sobrevivir en una ciudad en la que todos tus movimientos están vigilados?



En el banco [sellos]...

Banquero - ¡Salí, cámara molesta!

En la ducha...

Mujer - ¡Salí, cámara degenerada!

En el telo...

¡¡Dejanos hacerlo tranquilos, por favor!!



“El ataque de las cámaras de vigilancia”.

Próximamente, en todos los cines...



De última... yo preferiría que, si instalan cámaras, que me avisen si ven al maldito que me pungueó la olla, porque tengo ganas de hacer un guiso.

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