Palomas

Cuando me senté a escribir este primer monólogo en un bar, con cerveza y maní de por medio, fui rodeado de aquellas confianzudas palomas que caracterizan al centro de nuestra ciudad. Ingenuamente, pensé que eran bichos muy sociables, ya acostumbrados al contacto con los humanos; pero pronto me desengañé cuando una se me acercó para robarme un maní. ¡Juira, bicho’e mier! Le digo y procede su retirada. Vacío mi porción diaria de maní y se quedan alrededor mío unas seis palomas mirándome con cara de “pedile más maní al mozo o cuando te veamos por la calle te rociamos de bosta”.



Finalmente, las aves se retiraron desilusionadas, lo que significa que en cualquier momento estaré en el centro de un bombardeo, y me quedé pensando... me quedé pensando en que, ya que en la Legislatura se aburren tanto como para distinguir a las hinchadas de clubes de fútbol, podríamos presentar un proyecto para adoctrinar a las palomas para que empiecen a repartir mensajes... qué se yo, poemas de Benedetti, anécdotas de la historia de la ciudad, recetas de cocina, chismes de la farándula o de las autoridades políticas... valga la redundancia...


Recuerdo que en el año 2008, cuando se quiso aplicar la famosa 125 (sí, ya sé que pasó de moda), de pronto se empezó a hablar de política en los bares, en el quiosco, en los espectáculos de Piñón Fijo, en los baños públicos, mientras una chica le sostiene la puerta a la otra, en el semáforo en rojo...



Alguien 1 – Che, te quedó el guiño prendido.

Alguien 2 – Gracias. ¿Vos estás a favor de las retenciones?



Ingenuamente, pensé que eso era algo bueno, porque en los ‘90, la política había sido eliminada como tema de conversación. Sólo algunos privilegiados sabían qué se estaba cambiando en la Constitución en el ‘94. Tristemente, yo no estaba en esa élite instruida, porque tenía diez años y porque parecía más importante hablar del mundial o del atentado a la AMIA.



Ahora, lo que pasó con la 125 no fue que se puso en debate la política con una diversidad de opinión digna de una democracia. Fue el puntapié inicial de un creciente proceso de polarización de opiniones. No había un gris, un más o menos o una sabiduría divina que sepa a ciencia cierta qué era mejor para el país. Las discusiones eran básicas, blanco o negro, yin o yang, noche o día, hombre o mujer... y así como estoy a favor de la igualdad de derechos para homosexuales y transgéneros, estoy a favor de la diversificación de las opiniones. Y, para esto, serían útiles estas palomas que me asedian el maní.



Porque, ya que la opinión política corre el riesgo de reducirse a un múltiple choice de dos casillas, estaría bueno que los individuos libres puedan compartir sus opiniones al azar, que escriba un mensaje, se lo deje a una paloma punguera y que vaya a donde se le cante a cambio de un poco de maní. Ojo, dije “opinión”, no datos, pruebas ni hechos, porque eso no importa. No importa porque la verdad no la tiene nadie, la verdad está lejos del alcance de nosotros, los simples mortales. Entonces, lo único que nos queda, es manipularla, decir que uno es dueño de la verdad y que la reciba el que quiera, y ahí viene el dicho trascendental “el que quiera, que me escuche, y el que no quiera, no me escuche”. [chicharra de “error”]



¡Error! Si hay que ser valiente para defender las propias ideologías, hay que ser ciudadano para escuchar las ajenas. De todos modos, la verdad está muy sobrevaluada, por no decir que es inexistente.



Podemos hablar de libertad de expresión o de libertad de prensa, pero no tenemos posibilidad de decir que hay libertad de recepción. Estamos lejos de tener una cultura que fomente la lectura pluralista, agarrar todos los diarios, ver todos los canales, escuchar todas las voces.



Está claro, no hay tiempo en la vida para hacerlo, ésa era la mayor angustia de Borges y el recurso más preciado de todo medio masivo. Por falta de tiempo, uno confía en un medio y le es fiel. Y llega un punto tal que cualquier opinión opuesta al modelo de país que uno mamó durante años, es el fin del mundo, no respetan a la soberanía, a la Constitución, a la Democracia, al dios de turno, a la Cosmopolitan ni a la teoría de la manteca.



Y de esta forma, el respeto acaba siendo el argumento más usado y más gelatinoso. Porque si fuese por el respeto por lo que girase el mundo, las guerras no existirían y la política no se hubiese convertido en un talk show, donde la veracidad de las opiniones no importa tanto como la polémica. Y sé que cuando digo esto, también participo de este talk show y sé que puedo decir que si me rajan de acá, hagan algo.

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