Mutantes – 9no devenir – La construcción estocástica

Cuenta la leyenda que algunas personas se caracterizan por una rigidez tal que todo lo que tocan se convierte en concreto. No hay palabra en su boca sin cimientos ni argumento sin vigas. Cual reyes Midas, sus manos solidifican hasta el vacío mismo y el agua se bebe como gelatina.

Pero un joven descubrió que la solidez puede nacer del azar... el día en que mutó.


Julio Faccia era un estudiante de ingeniería con promedio sobresaliente hasta que tuvo que abandonar sus estudios debido a que su madre se volvió loca e incendió su casa. Lo único que pudo salvar del incendio fueron algunos mazos de cartas que no llegaron a ser utilizados para adivinaciones ni trucos de magia.

Duro y estructurado como burocracia londinense, Julio era un pésimo jugador de póker, canasta, black jack y hasta en la casita robada salía perdiendo porque no arriesgaba una jugada sin hacer los cálculos y las comprobaciones de rigor. Por lo tanto, no supo hacer otra cosa con sus cartas que...



JF – Una casa, señor empleado municipal. Voy a construir una casa con cartas y necesito autorización para hacerlo en la plaza.

Empleado – Mire, señor. Usted es el primer linyera que viene acá a pedir autorización para ejercer su profesión.

JF – Y así tiene que ser. Vengo a solicitar su permiso.

Empleado – En serio, ¿me está gastando?

JF – No, selñor. Las personas no se gastan. Como mucho, usted puede estar envejeciendo, pero yo no tengo nada que ver con eso.

Empleado – Mire, váyase si no quiere que le calce una piña.

JF – Yo no voy a retirarme sin un certificado que me autorice a construir mi casa.

Empleado – [chasquido lingüístico] Bueh... tomá. Acá tenés mi autorización. Andate.



Julio Faccia se fue del distrito con un papel firmado al vicio, pero estaba más contento que Google después de comprar Youtube.



Con sus vastos conocimientos en ingeniería, Julio empezó a combinar las cartas con una prolijidad tal que más de uno se detuvo a observar la obra que estaba gestando. Pero los ciento treinta mazos de cartas que tenía, apenas fueron suficientes para construir los cimientos.



Selene Bellandare – Uh, loco, qué bueno está esto...

JF – Sí, pero se me acabaron las cartas...

SB – No hay problema. Conozco a algunas personas que pueden ayudar.

JF – Necesito que sean de cartón plastificado, así resisten la lluvia y aíslan la temperatura.

SB – Ah, ¿y las cartas de truco no pueden servir?

JF – Pueden servir para hacer muebles.



Con el tiempo, el pequeño hogar improvisado empezó a convertirse en un atractivo popular y toda la Gran Ciudad fue convocada para contribuir. Diez mil cuatrocientos mazos de cartas hicieron cuatro pareces, un techo y un buzón para contribuciones que se llenaba cada dos horas con mazos y billetes de cinco, diez, veinte, cincuenta, cien y alguno que otro tránfuga metía cheques a nombre del gobierno.



JF – Bueno, ya puedo vivir acá. Creo que tendría que cerrar el buzón.

SB – ¡No, Julio! ¿No te diste cuenta? La gente quiere que este lugar siga creciendo. Tenés más de sesenta mil mazos de cartas de sobra para seguir construyendo.

JF – Yo sólo quería un lugar para vivir... ahora puedo vivir acá y dedicarme a terminar la carrera.

SB –Podés hacerlo, y te ayudo a seguir construyendo. ¿Querés?

JF – Bueno, dale, pero ni se te ocurra mezclar las espadas con los corazones.



Pasaron dos meses con toda la gente agolpada en la plaza y el pequeño cuarto se había convertido en una casa con tres habitaciones y dos baños. Julio se preguntaba con qué iban a rellenar tanto espacio, pero la construcción de un monumento para la ciudad se había convertido en una obsesión colectiva. Los mazos seguían llegando y el buzón tuvo que ser transformado en una habitación aparte.



JF – ¿La hago de tres por tres metros?

SB – ¿Tan poco?



El crecimiento de la construcción fue yendo por caminos insospechados y la presión social convirtió el sueño de una casa propia en un verdadero castillo de naipes que ya había absorbido la bandera, una estatua de bronce y dos palmeras que se convirtieron en su jardín autóctono.



SB – Wow, me siento una reina...



Con algunas cartas de truco, Selene había construido un trono para Julio, quien todavía tenía las manos recubiertas de reboque de tréboles.



JF – Ehhh... no sé qué decir...

SB – ¿No te gusta?



De pronto, una topadora apareció en medio de la plaza, irrumpiendo entre las personas y la calma y Julio salió del castillo de naipes diciendo:



JF – Quedate acá.



Una vez afuera, vio al empleado municipal con una carpeta en la cara y una sonrisa en la mano.



JF – ¿Qué pasa acá?

Empleado – Usted ha construido un edificio en un territorio en el que está prohibido.

JF – Pero mire, tengo su autorización.

Empleado – ¡Ja, jah! ¿Esto es una autorización? Apenas esto es un autógrafo. Vamos, córrase, que vamos a derrumbar esto.

JF – ¡No voy a permitirlo! En este lugar vive mi mujer y no voy a dejar que quede desprotegida.



De pronto, Selene salió del castillo gritando:



SB – [llorando] ¡Destrúyanlo! ¡Destruyan todo!

Empleado – Gracias, minita. ¡Derúmbenlo!



Julio corrió hacia la puerta del castillo y empujó a Selene hacia adentro. El suelo tembló ante el primer golpe de la topadora.

Un martillo golpeó los muros con la fuerza de un titán.



Empleado – ¡¡Más fuerza!! ¡Traigan todas las máquinas!



Los camiones rodearon el castillo mientras el eco en su interior resonaba desesperado.



MB – ¡¿Qué hacés?! ¡Dejame salir!

JF – ¡¡Entren todos!! ¡¡Entren todos cuanto antes!!



Los muros permanecían irreductibles ante los golpes de las moles de hierro.



Empleado – ¡Destruyan los muros! ¡Destrúyanlos! ¡Que no entre nadie! ¡Este lugar es más inseguro que el dique San Roque!



Las personas miraban incrédulos al empleado municipal. Los golpes hacían temblar el suelo como si la tierra fuese a partirse al medio.



Empleado – ¡Traigan los explosivos!

JF – ¡Entren todos ahora!



El pueblo entero empezó a entrar en calma al castillo mientras los demoledores instalaban los explosivos.



Demoledor – Jefe, no podemos detonar los explosivos con tanta gente adentro.

Empleado – ¡No me importa! ¡Hay que volar esto cuanto antes! ¡Acá vamos a poner un centro comercial! ¡Vamos a volar esto aunque la UNESCO lo declare patrimonio de lo que sea!

Demoledor – ¡No se puede!

Empleado – Dame ese detonador, carajo.



El ruido de demolición rompió los vidrios a dos quilómetros a la redonda. El temblor llegó a destruir más de diez edificios alrededor de la plaza.. mientras tanto, en una casa de los suburbios...



Locutor sensacionalista – ¡Tragedia! ¡Doce edificios derrumbados en pleno centro de la Gran Ciudad! Cantidad de muertos: cero. ¿Cómo que cero? ¿No se murió nadie? ¿Para qué estamos haciendo prensa sensacionalista si no muere nadie? ¡Yo renuncio!

Otro locutor sensacionalista – ¡Bajón! ¡Locutor sensacionalista renuncia por falta de muertos!



En el castillo, el miedo parecía disiparse entre las ventanas con marcos de príncipes, reinas y reyes... la gente se quitaba las manos de las cabezas y Selene dejaba de golpear a Julio...



JF – ¿Viste? Éste era el lugar más seguro...

MB – ¡Desaparecé de mi vista! ¡Todo lo que hice por vos y despreciás mi regalo!

JF – No, Selene... yo nunca me imaginé que le fueras a dar una corona a un obrero...



El silencio hizo eco en las lágrimas que sabían a deseo en los labios de Selene. Mientras tanto, alguien improvisaba un libro, unas velas y un altar en medio del castillo, y ante las miradas de todos, decía “acepta a esta mujer como compañera para toda la vida, aún en la salud y en la enfermedad, en la riqueza o viviendo bajo un techo de comodines y amarla en la cama o en la alfombra, en la mesada o en el escritorio, de parado o aunque tengas que aguantarte cuando no se pueda?



Empleado – ¡Hey! ¡Hay que demoler este edificio!



No moleste. ¿Acepta, o tendremos que esperar hasta el próximo episodio de Mutantes para saber su respuesta?

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