Chubut, Santa Rosa y después: El día del arquero

El miedo paraliza. Por eso es todo un trabajo, un proceso, controlar nuestros temores profundos. Desde la época cuaternaria, cuando todavía los continentes no habían alcanzado su configuración actual y los neardentals habitaban las cavernas, el hombre intento exorcizar sus terrores de diferentes maneras. En ese entonces, por ejemplo, se dibujaron en las cavernas mamut, renos y bisontes con la supersticiosa intención de favorecer la suerte del cazador.

Se buscaba establecer un poder simbólico sobre esas bestias, porque se las necesitaba como alimento; y alimentarse era el equivalente a no morir.

Por eso, desde aquellas remotas épocas, cuando algo nos atemoriza, nos aterra, cuando tenemos que enfrentarnos a lo desconocido, intentamos tomar el control de la situación de alguna manera, aunque sea simbólica: Produciendo arte, inventando mitos, erigiendo religiones, sistematizando observaciones.

Como ya sabrán los oyentes, yo no puedo explicar de ninguna manera lo que sucedió hace poco en la esquina de Santa Rosa y Chubut. Los días que siguieron intente en vano ingresar nuevamente a la gran casona donde acontecieron los extraños e inexplicables fenómenos relatados. Pero las puertas y ventanas estuvieron herméticamente cerradas. Y nadie contesto mis insistentes golpes y llamados.

Entonces, para escapar del miedo paralizante decidí escribir. Y también decidí buscar sutiles señales, signos, síntomas que me dieran una pista, que me indicaran cuando y como debía volver a la atroz esquina. Porque aunque tenía un principio de espanto, quería volver a entrar. ¿Quién pude negarse a la tentación de que le sucedan cosas extraordinarias?

Pasaron varios días sin que nada relevante pasara. Y cuando ya estaba casi convencido que no existía ningún tipo de señal que me obligara a repetir la experiencia, sucedió algo: En la verdulería de la esquina de Colón y Mendoza, mientras compraba berenjenas pasadas y pimientos de oferta, el dueño del local (un verdulero cincuentón y enfermo hincha de Belgrano), pareció entrar en un trance filosófico muy similar al del plomero que me arreglo la gotera antes de los extraños sucesos de la casona.

Sin que viniera muy a cuento, de un momento a otro, mientras se quejaba del escaso valor de la moneda y de la imposibilidad de ahorrar en tiempos inflacionarios: invocó inesperadamente a Albert Camus. “Es como el mito de Sísifo…”, dijo imperturbable mientras lustraba una berenjena. “Empujamos una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, y antes de alcanzar la cima de la colina, la piedra rueda hacia abajo y tenemos que empezar de nuevo, desde el principio una y otra vez. Para Camus esto representaba la tragedia del ser humano, repetir los mismos errores y extraviarse en los mismos anhelos…”.

Permaneció unos segundos en silencio y agregó: “…Tengo papa chica de oferta a tres pesos el kilo”. Ahí lo comprendí todo. Algo se filtraba en el aire de Alberdi, algo se instalaba inconscientemente en sus habitantes los días que el vórtice temporal de Santa Rosa y Chubut se abría de par en par. Era el guiño que había estado esperando. Era la señal inequívoca para ir a la casona abandonada e ingresar de nuevo a los misterios de aquella fenomenal equivocación de los dioses.

No perdí un minuto. Pague las verduras sin esperar vuelto y acudí de inmediato a la zona del Clínicas con paso ansioso y desenfrenado. Me paré en frente a la puerta de entrada todavía agitado y algo vacilante, y cuando extendí mi mano para golpear y anunciarme… la puerta se abrió sin que la tocara, haciendo chirrear las envejecidas bisagras.

Me atuve casi ritualmente al recorrido de la primera visita. O sea: Desandar el corredor oscuro hasta llegar al patio interno con aroma a begonias y esperar inmóvil, sin pronunciar una sola palabra.

De pronto, un hombre vestido de buzo gris y pantaloncitos cortos salió de la nada, me miro con indignación, y empezó su monólogo agitando sus manos, que enfundadas en impecables guantes blancos le ayudaban a enfatizar lo que iba relatando:

“Siempre me guié por la voz de mi sueño. Siempre creí en la voz de mi sueño y tenía muy buenos motivos. Hasta ese día me había permitido crecer, creer en mis condiciones y tener confianza en el camino que había elegido. Cuando tenía 13 años, la noche anterior al primer entrenamiento en el Laicaster City, cuando estaba indeciso entre el futbol y la música, me soñé atajando, vitoreado por multitudes y por primera vez escuche esa voz que me dijo “Sigue tu sueño y entrarás en la historia…”.

Y así comencé mi recorrido, entrene con disciplina militar y abnegación férrea. El esfuerzo que hice dio sus frutos rápidamente: Debute en primera a los 16 años y llegue a la selección de mi país en Octubre de 1972. Me sentí poderoso, ningún guardametas me hacia sombra bajo los 3 palos y yo sabía que mi camino era el correcto. Esa voz me lo había dicho.

En 1979, jugando para el Notttingham, llegue a la final de la copa Europa, y la noche anterior, aquella conocida voz me volvió a visitar y a susurrar cuando dormía: “Sigue tu sueño y entrarás en la historia..”.

Al día siguiente, durante el partido final, atajé pelotas imposibles, me adelante un segundo a cada jugada. Fui certero, seguro, implacable…invulnerable. Era el mejor ¿Qué más podía faltar?

Y cuando creí que lo había logrado todo. Cuando ya era una leyenda viva del deporte de mi país, la vida me regalo un último desafío: Llegar a los cuartos de final de un mundial a los 36 años.

La noche anterior al encuentro, el 22 de Junio de 1986. La voz se volvió a presentar en el sueño, y esta vez simplemente me dijo: “..Mañana es el gran día, mañana entrarás definitivamente en la historia…”.

Y confié. ¿Cómo no iba a confiar si aquella voz nunca me había fallado? Confié incluso estando en desventaja ese mismo día por culpa de una jugada antirreglamentaria.

Concluiré mi historia con un resumen brutal: En el minuto 55, el pequeño bastardo arranco desde su campo escapando en una pirueta demoníaca de Sansom y Raid. Sansom intento recuperarse y correrlo de inmediato, pero quedo rezagado ante un pique vertiginoso y letal. En tres cuartos de cancha, el pequeño bastardo dejó a Fenwick con la cadera quebrada, esperando un desborde por el lateral derecho que nunca se produjo. Entonces lo encaró a Butcher que, desesperado, quiso patearlo, agarrarlo, escupirlo…pero solo quedo en un ridículo memorable.

Fue ahí que lo tuve cara a cara frente a mí. Era el momento de hacer justicia, de vengar su anterior afrenta, de tapar su remate e iniciar una remontada gloriosa. Estaba con pelota dominada pero casi sin ángulo. Atrás, por la derecha lo venia cerrando Fenwick que se había recuperado. Mis años de experiencia me decían que lo teníamos atorado. Tenía que actuar para evitar el remate al segundo palo.

Me acomode cubriendo el sector izquierdo, como me enseñaron mis maestros y me arrojé a la derecha esperando el zurdazo cruzado. Adelantándome un segundo a sus infernales intenciones. Pero NO.

El pequeño bastardo no remató. Siguió por su derecha, aguanto el cruce asesino de Fenwick que lo desplomó al piso, y con el último suspiro empujo la pelota al fondo de la red.

Fue en ese momento, cuando los dos estábamos tirados en el piso que lo entendí todo, que me di cuenta de todo. Porque un segundo antes que el estadio Azteca estallara enloquecido, pude reconocerlo: El pequeño bastardo grito GOL y me di cuenta que la voz de mis sueños, la voz que me aseguraba siempre que yo entraría en la historia….ERA LA SUYA…”.



Em C G B7
Cuando era niño, y conocí el Estadio Azteca
Em C
Me quedé duro, me aplastó ver al gigante
G B7
De grande me volvió a pasar lo mismo
Em G Em C G B7 Em
Pero ya estaba duro mucho antes.

C G
Dicen que hay, dicen que hay
B7 Em
Un mundo de tentaciones
C G
También hay caramelos
B7 Em
Con forma de corazones.

C G
Dicen que hay bueno malo,
B7 Em
Dicen que hay más o menos
C G
Dicen que hay algo que tener
B7 Em G Em C G
Y no muchos tenemos,
B7 Em G Em C G B7 Em
Y no muchos tenemos.

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