Mutantes: Tercer devenir – El triángulo bendito

Cuenta la leyenda que, cuando las frustraciones se acumulan en una persona, se vuelve imprescindible una catarsis inmediata que separe la psiquis del cuerpo. Algunas personas practican deporte, salen a correr, a andar en bicicleta, a boxear en la puerta de un boliche o a tener una sesión desenfrenada de amor cavernícola con la primera criatura que les devuelve una sonrisa en el bar, en el banco o en el asiento de al lado del colectivo. Así, una joven encontró al más indicado pelotón de fusilamiento para sus desganos… el día en que mutó.



Irina Custo empezó el día con un susto cuando una ráfaga de viento invadió su departamento e hizo volar sus partituras. Se levantó de golpe de la cama y se encontró con una coreografía de hojas vivientes que parecía robada de una película de Disney. Manoteó las partituras flotantes y se cortó los dedos con una de ellas…



Irina − ¡Ay! Mier…



Siete curitas cubrieron sus pequeños dedos, pero nada sirvió para curar la indignación por empezar tan al el día. Y lo que es peor, cuando uno empieza así, todo tiende a empeorar…



Irina − ¡Ay! Carajo…



…como el café derramado sobre su mano y… [golpe] el clásico y trillado golpe contra la pata de la silla en el dedo chiquito del pie.



Irina − ¡Por Dios!



Irina no es creyente, pero en momentos como éste, se contradice y repite el cliché que tanto ha oído de sus padres. Después de quemarse la lengua con el café, salió a tomarse el colectivo para ir a la sala donde ensaya con la orquesta.

Dos paradas más adelante, subieron dos personas y una de ellas se puso a discutir con el chofer sobre el precio del boleto. El colectivo no arrancaba y vio amenazada su puntualidad para el ensayo.

El colectivero retoma el viaje y el joven discutidor empieza a buscar asiento. Irina observa extrañada cómo la gente se aleja del joven como si fuese portador de una enfermedad muy contagiosa. De pronto, el asiento a su lado se desocupó e Irina pudo saber la razón de la fobia colectiva. El joven tenía un aliento que resumía todos los sucesos del Apocalipsis. Y empezó a recitar mentalmente…



Irina − Ay, por dios, que no se me acerque esta catástrofe…



…y se sentó a su lado.



José Dragún − Bueno, señorita, tampoco soy tan espantoso.

Irina − No, por piedad, que no hable más.



Irina sacó la cabeza por la ventanilla para respirar y, de pronto, empezó a escuchar un reggaetón que salía de un teléfono celular.



Tiempo atrás había escuchado ese tema de las Culisueltas en un boliche y pudo tolerarlo, pero en este día le resultaba mucho más que un problema gástrico. Irina se acercó al oído del joven de aliento fuerte y le dijo:



Irina − Estoy a punto de hacerte un escándalo público por la amenaza biológica que tenés en la boca, pero si hacés que el pibe ese apague esa porquería, me quedo en el molde.



El joven de hálito fuerte se comportó como un héroe y la contaminación acústica se detuvo. En ese mismo instante, Irina sintió que sus oídos se destaparon como si hubiese cambiado abruptamente la presión atmosférica. De pronto, su cuerpo sintió que el mundo que habitaba se había vuelto más amigable y abrió sus oídos a todos los sonidos de la urbe. Podía escuchar el murmullo de cada una de las charlas del colectivo, las voces que salían de los teléfonos celulares, la percusión de los frenos, los pistones del motor y el estribillo del chofer que canta con voz de barítono el grito de “en fila de ocho y algunos a cococho”.



Irina deslizó en el bolsillo del joven su número de teléfono para poder agradecerle, algún día, el alivio que le dio. Bajó del colectivo y se dirigió a la sala de ensayo.



06 Sala de ensayo



La recibió el director Osvaldo Portuno con el mismo trato distante de siempre.



Osvaldo − Llegaste justo; estábamos por empezar sin vos.



El director tenía la necesidad de hacerla sentir prescindible, quizás porque, en un fuero interno, era precisamente lo contrario.

Irina se aprestó para tocar... el triángulo. Había estudiado largos años de percusión para terminar tocando el triángulo y sintió siempre que eso representaba un insulto. Pero ése no era el día para extraviarse. No tenía que importarle el hecho de que al hijo del intendente le hayan dado los timbales y que estaban ensayando Así habló Zarathustra, donde ese lumpen ricachón ostentaría todo el protagonismo.



Cuando Irina empezó a tocar, el timbalero perdió el control de su cuerpo. Ella tocaba con tanto entusiasmo, con tanto brillo que provocaba un éxtasis inigualable en todos los demás; a tal punto que tocó un timbal MUY fuera de tiempo.



Osvaldo − ¿Se puede saber qué pasó?

Timbalero − Perdoná, dire, la chica esta me desconcentra.

Osvaldo − Pffff... Irina, me gustaría hablar con vos en privado.



El director la guió hacia una habitación y le dijo:



Osvaldo − Mirá, el pibe ese es bueno a medias, y lo que hoy demostraste me hace pensar que deberías estar en su lugar.

Irina − Se lo agradezco mucho.

Osvaldo − Pero no todo es tan fácil... el intendente pone una moneda para esto... si yo hago esto por vos, vos tenés que hacer algo por mí...

Irina − ¿De qué está hablando?

Osvaldo − Y... ¿no es obvio?

Irina − Mire, prefiero no estar en la orquesta.

Osvaldo − Todos saben que entraste acá, les puedo contar lo que quisiste hacer para obtener el puesto.

Irina − Puede contarlo a todo el mundo; total, estuve tan poco tiempo que no seré yo quien pase vergüenza.



Y cerró la puerta.



Irina sintió una excitación jamás escrita; su corazón marcaba el ritmo de timbales que debió sonar y falló en manos del mediocre acomodado.

Volvió a su casa y se puso a llorar. No era un llanto de tristeza, de indignación, ni de ira... lloraba una extraña libertad. La libertad de animarse a perder algo.

Su teléfono sonó de repente.



Irina − ¿Hola?

José − Hola. Encontré este número en mi bolsillo.

Irina − Eh...



Mil ideas se guardaron en sus dientes, mil gritos en su lengua, mil deseos en sus labios...



Irina − Estaba a punto de preparar la cena, ¿querés venir?



El tiempo pasó entre la ansiedad y la incertidumbre. Acababa de renunciar a su trabajo y a invitar a un desconocido a cenar. Y sonó el timbre...



Irina − ¿Quién es?

José − José, el del colectivo.

Irina − Pasá. Justo la comida está lista.

José − Permiso...



Las revistas como la Cosmo desaconsejan que en las primeras citas se consuman alimentos que puedan terminar en un vergonzoso enchastre. Afortunadamente, Irina no lee esa revista y preparó fajitas.

El aliento de José ya se había calmado y hasta le parecía agradable, a tal punto que, no bien terminaron de comer, el diálogo fue interrumpido por un beso.



Irina − Disculpá, te interrumpí.

José − Bah... tampoco estaba diciendo nada interesante...



Inmediatamente, las pieles se volvieron alérgicas al algodón y al polyester. Irina pudo escuchar una impecable sinfonía para gemido y sudor en Si. No habrá aplausos para semejante obra maestra de la creación humana; pero si nadie estuvo para aplaudir el Big Bang, quizás sea por ley que lo mejor que sucede en la Historia no necesita público.



Irina − Si te llegás a levantar temprano de la cama, te mato.

José − Mañana tengo franco. Si me levanto temprano, será para preparar el desayuno.



Irina durmió con la canción de cuna del aire y los latidos de José.



Irina y José − [bostezan]

Irina − Es raro. Ayer le tenía terror a tu aliento y ahora... casi que es rico.

José − Una nutricionista me dio algunos consejos.

Irina − Pasámelos, porque quiero probar ese escabeche violento...

José − ¿Querés salir a espantar gente por la calle?

Irina − Podría vengarme algún día del director de la orquesta...



Desayunaron apaciblemente y salieron juntos del departamento. Irina llevaba en su bolso su triángulo y estaba decidida a tocarlo en la vía pública. José la acompañó deseando ser groupie por un día.



El pueblo entero se agolpó a su alrededor para escuchar los sonidos trascendentales que salían de sus pequeños dedos cubiertos de curitas. Una señora se escandalizó al ver la reacción del público, se le voló la peluca y todos se enteraron de que, bajo el peluquín de pelo negro corte carré, escondía una larga cabellera rubia rizada. Se fue corriendo del lugar porque no podía soportar la vergüenza. Era tanto el despliegue de talento que a un gaucho que transitaba se le escapó el sombrero y a un cortesano se le perdió el monóculo en medio de un descontrol de música y lujuria.

Pasaron los días e Irina ya había cobrado más del doble de lo que cobraba en la orquesta, debido a que todos preferían verla a ella en lugar de sentarse en butacas estereotipadas. Desesperado, llegó Osvaldo Portuno, el director de la orquesta a escucharla y, después de presenciar un desempeño brillante, se le acercó para hacerle una oferta.



Osvaldo − Irina, me gustaría que vuelvas a la orquesta; estamos por preparar el Anillo de los Nibelungos.

Irina − ¿Querés que dirija?

Osvaldo − Eh... no, te quería ofrecer los timbales.

Irina − Me va mejor acá. Avisame cuando tengas una orquesta para que yo dirija.



Y así, Irina siguió tocando el triángulo en la peatonal ante un público que alucina y un José que llegaba en sus días libres con un frasco de escabeche de berenjenas.

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