Misivas ocultas: Billie Holiday I

“…Estaba gorda la primera vez que la vimos, amplia, brillantemente hermosa, gorda. En aquel momento parecía que nunca volvería a ser una matrona, alguien real y sensible que llevaba dinero al banco, firmaba papeles, tenía cortinas a la medida, trajes colgados y zapatos por pares, dorados y plateados, blancos y negros, listos. Qué extraña y traicionera aparición era esa, una locura, porque nunca fue una mujer menos esposa o madre, menos apegada; ni siquiera podía parecer fácilmente una hija. Poco recordaba la lastimosa dulzura de una jovencita. No, ella era reluciente, sombría y solitaria, aunque desde luego nunca estaba sola, nunca. Señorial, siniestra y absolutamente decidida.

Los labios cremosos, los párpados pesados, el violento perfume –y en su voz eles y erres tropicales–. Su presencia, su canto, creaban una inflamada ansiedad. Largas uñas rojas y el sonido de las guitarras electrificadas. Ahí estaba una mujer que nunca había sido cristiana.


Hablar como parte de una audiencia blanca acerca de “conocer” aquel barroco y misterioso fantasma resulta inmodesto; y sin embargo hay muchas personas, discretas y razonables, que tienen pequeños pedazos de memoria que parecen haber sido personales. A veces recuerdan un intercambio de cualquier tipo. Y siempre la lasciva gardenia, llevada como una grande, blanca, hermosa oreja, la pesada risa, los dientes maravillosos, y la espléndida y arcaica cabeza, sacada del Egeo. A veces teñía su pelo de rojo y los rizos caían lacios sobre su cabeza, como sangre seca.

A principios de semana, los clubes estaban muertos, como ellos decían. Y el escalofrío del fracaso llenaba el lugar, visible en los ojos fríos de sus propietarios. Aquellos hombres, siempre cambiantes, se preocupaban por cálculos fútiles. A menudo mantenían su propiedad tan brevemente que uno a duras penas podía pensar que la tinta se había secado en la licencia. Comenzaban con la esperanza del embaucador y pasaban rápidamente a la torpeza del que quiebra. Los camareros: delgados, vigilantes, testarudamente corruptos, resentidos, ladrones silenciosos. Soldados vagabundos, borrachos y preocupados, músicos y otras personas se miraban espantados a los ojos, como si acabaran de ponerse a salvo.

Mi amigo y yo, peculiares y tensos, experimentábamos durante las noches tranquilas una alegría culpable. Entonces, mostrando nuestra fidelidad, parecía que una especie de tema se revelaba por sí mismo, que bajo el cristal opaco podían descubrirse antiguos diseños de un mundo perdido. La mente se esforzaba por recuperar los espacios en blanco de la historia, y nuestros ojos pálidos gris verdoso se reflejaban en aquellas oscuras e inconstantes piscinas sin recibir nada a cambio.

En su presencia, en aquellas tranquilas noches, era posible experimentar la profundidad de su incredulidad, sentir a veces la despiadada, horrible libertad de quien sospecha el rigor del destino. Y aun así el corazón siempre nos llevaba de vuelta hacia el poder de su voluntad y el compromiso de esa voluntad con el desastre. Una inclinación nacida de las malas experiencias la llevaba a vivir gregariamente y sin afectos. Su talento y el brillo de su mente se enfrentaban a la fuerza del vacío. Nada podía degradar aquel genuino nihilismo; y así, de alguna manera, es casi un deshonor imaginar que vivía en las letras de sus canciones.


Su mensaje era otro. Era estilo. Aquello era su significado desde que comenzó a los quince años. No cambia la victoria de su gran esfuerzo, el milagroso descubrimiento en la oscuridad de un estilo tan puro, saber que se ejercitó con “I love my man, tell the world I do…”. Qué extraño me parecía, casi desconcertante, estar segura de que no amaba a ningún hombre, o a nadie. También, a veces, uno tenía la gélida percepción de que su propia gente, aquellos que la rodeaban, le temían. Una cosa de la que se sentía avergonzada o más bien la confundía: no ser sentimental…”

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