Habla Siconarcópulus

Hará unos cuantos años, en la esquina de Santa Rosa y Chubut, discutí con el escritor de Alberdi acerca de la propiedad del arte. Por supuesto él no sospechaba quién era yo, pero defendía con obstinación, el insensato, el triunfo final de la palabra anónima, y era del todo ajeno al concepto del plagio, para él sin duda menos literario que comercial.

Lo que no sospechaba, lo que no podía sospechar este hombre, es que el diálogo era profético. Unas horas después, cuando se apresuraba con su estuche de guitarra camino al Clínicas intentando eludir su destino, mis hombres lo interceptaron y le arrebataron todos sus escritos.

En ese momento, otro grupo entraba a su casa para no dejar rastro de algún papel que llevara su firma.

Sentí la victoria entre mis manos. Creí que el olvido se impondría al quemar su infame obra.

Y lamentablemente en estos días, que ya no están ni él ni sus papeles, labios anónimos repiten sus palabras hasta el cansancio.

Ese plagio me avergüenza y me destruye cada minuto que pasa.

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