Las Puertitas del Sr. Kong V: Juan

Son las dos de la mañana y recién a esta altura reina el silencio en la casa de Kong.
Los vecinos de la casa de al lado viven eso que ellos llaman “una pasión tormentosa”: Se gritan, se tiran con objetos varios, se celan por cuanta cosa les sea posible para declarar luego a los gritos que les da igual si el otro existe o no.
Tienen también momentos en los que uno puede cruzarse con ellos cerca de la heladería, pasarán entonces con las caras luminosas, dados de la mano, comiendo conitos de frutilla, como si no existiera otra persona en el mundo más perfecta a la cual aferrarse.
Uno puede después de un tiempo preveer que eso no durará mucho y volverán al eterno círculo de reclamos y peleas.
Ellos llaman a eso “una pasión arrebatada”, Kong lo llama “un matrimonio espantoso”.


En las noches en que se suceden los gritos como disparos, mientras se duerme con ese estruendoso arrullo, Kong se pregunta por qué personas así querrían estar juntas, vivir esa vida.
Claro que él esta sólo y tampoco se imagina que alguna persona quisiera vivir así.
Sin embargo preferiría la soledad a ese griterío, que acaba de terminar pero que aun reverbera en su cabeza, tanto que quisiera taparse los oídos, si no supiera que esos gritos son un eco que viene desde adentro.
Sabe que la solución una vez más esta detrás de la puerta de la cocina y, presto, sale a encontrar lo que del otro lado espere.

Tras atravesar la puerta ha llegado a un lago, no sabe para qué. Hace frío, nada insoportable, de hecho es ese clima de otoño que Kong ama: la ausencia de ruidos o personas vuelven ideal a tal paisaje.

Desde aquí no se ve el sol que se retira, sólo se adivina su luz porque el lago espeja pinceladas rojas y doradas, las montañas están azules por el contraste y pronto se hará de noche.

Kong disfruta del sonido de las piedras de la orilla bajo sus pies, disfruta del silencio, disfruta de estar sólo.
Ha llegado al final de la costa que ahora se vuelve montaña de piedra y continúa en su abrazo al lago. Por allí Kong no puede caminar, deberá volverse sobre sus pasos, deberá buscar otro camino.

Kong gira sobre sus talones y al volver se da cuenta que por estar tan absorto no ha notado en la esquina misma donde la costa se vuelve montaña, un pequeño puerto de madera y allí un hombre que se despide de una mujer.

Parece obvio que es ella la que se va, porque él se mantiene firme pero inmóvil mirando al lago.
Ella llora y le cuesta despedirse del abrazo. El está en silencio y sostiene algo en el puño cerrado.
Después de un largo rato la mujer sube despacio al bote donde el remero espera y luego, bogada tras bogada, se aleja del puerto hasta desaparecer.

Kong siente que este hombre, que ahora se encuentra como catatónico mirando su puño cerrado, este hombre que mira de frente al lago que se ha llevado a esa mujer, necesita hablar con alguien.
Y -aunque no está en su naturaleza ser comedido ni meterse en asuntos ajenos- da los pocos pasos que necesita para acercarse a él, se para a su lado, mira en la misma dirección donde se ha perdido el bote. Espera.

El hombre mira por el rabillo del ojo a Kong, entiende el gesto solidario y en retribución abre el puño para mostrar en su interior una hoja de árbol, naranja y diminuta.

El hombre mira a Kong, Kong mira al hombre.
El hombre mira el lago
mira sin ver a la mujer que se ha ido y dice:

“Debí decir “te amo”.
Pero estaba el otoño haciendo señas,
clavándome sus puertas en el alma.
Amada, tú, recíbelo.
Vete por él, transporta tu dulzura
por su dulzura madre.

Vete por él, por él, otoño duro,
otoño suave en quien reclino mi aire.
Vete por él, amada.
No soy yo el que te ama este minuto.
Es él en mí, su invento.
Un lento asesinato de ternura.”*


*“presencia del otoño”, Juan Gelman

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