Las Puertitas del Sr. Kong I: Irene

Cae la tarde en este lunes de Córdoba. Un lunes como cualquier otro, monótono sin remedio, aunque para algunos empleados del callcenter de Bs. As. y Bv. San Juan la semana está terminando y el franco llegará, inoportuno, mañana martes.
Entre ellos se encuentra un hombre insignificante, el Sr. Kong.
Para este hombre, la semana pasa sin más y el martes es un paréntesis breve y sin gracia en el que se da apenas el austero lujo de alquilar una película vieja y tomarse un fernet.
El Sr. Kong no tiene amigos entre sus compañeros de trabajo: supera la media de edad por una década tranquilamente y el callcenter se le figura como todo un hormiguero de adolescentes que deambula sin parar.
Se dice a si mismo que es por eso que no encaja allí, por la edad, pero sabe bien que nunca fue un tipo sociable ni extrovertido y, para que se va a mentir, tampoco interesante.
Con los años ha llegado a admitir que no es resaltar lo que le molesta sino más bien que se intuye incapaz de sostener la mirada ajena.
Su estrategia fue ser siempre el clavo que no sobresale porque así la vida es mucho más sencilla… aunque debe admitir que también es bastante más aburrida.


Así que aquí esta frente a su computadora; terminando la última llamada del día, con el matermo cerca y un gesto sin gracia en el rostro, cuando ve por el reflejo del monitor una silueta apenas esbozada que pasa por detrás suyo en dirección al escritorio del supervisor.
No necesita ver más para tener en la mente y en los labios un solo nombre susurrado: “Irene…”
Irene tampoco habla mucho y debe ser por eso mismo que a Kong le parece hermosa, profunda y desconocida como el mar…
Apenas puede detenerse un segundo en este pensamiento porque ya está la voz de su supervisor recordándole que es parte de una gran maquinaria y que cada instante de ensoñación es dinero perdido.
El Sr. Kong realmente detesta a este personaje que se la pasa dándole órdenes y que ahora convoca a una reunión de equipo. Allí se para Kong, a un costado del grupo, para escuchar lo mismo de siempre: que son los peores del turno y que no habrá incentivos hasta reducir los tiempos de llamada. Después la charla deviene banal hasta que alguno comienza a burlarse de Kong y lo señala.
Ni siquiera se ha quemado y ahí está: la mancha verde del mate en su camisa, poniéndolo en el centro de las miradas otra vez… La tenue voz de Irene apenas se abre paso entre las risotadas para decirle tímidamente “no te preocupes, con un poco de jabón blanco sale”.
Kong levanta la vista, allí esta ella sonriéndole, aunque le parezca increíble y aunque sólo dure un instante, porque el grupo entero ya está en otro tema y comienzan a bajar las escaleras.
El eco su voz se desvanece mientras todos se despiden, y aunque a Kong le hubiera gustado escucharla un poco más, simplemente la mira perderse entre el ruido, escaleras abajo.

Minutos después nuestro hombre ha quedado en el tercer piso; en su computadora, terminando los registros pendientes y disfrutando del único momento en que se encuentra solo y en silencio en ese lugar.
Al terminar se dirige feliz al cuarto de limpieza del pasillo.
Antes de abrir el picaporte se le cruza una idea: difícilmente pueda llamarse cuarto a un espacio para las escobas de medio metro de profundidad. Sonríe y gira el picaporte.


Del otro lado del umbral se extiende una llanura casi violeta. Kong ha estado aquí antes, aunque no recuerda cuando, pero sabe que se siente más cómodo en este lugar que del otro lado de la puerta.
Entre el viento de este desierto violáceo otra Irene espera sentada con un fuentón a su lado.
Cuando Kong se detiene frente a su silla ella simplemente moja su mano en el fuenton, luego la ofrece en dirección a él y dice:


“Consecuente, ella empezó a lavar su ropa.
Puso agua en un balde
y agitó el jabón, con un sentimiento ambiguo:
era un olor nuevo y una nueva certeza
para contar al mundo.
“Mirar cómo se rompen las burbujas, dijo,
no es más extraño que mirarse a un espejo.”
Creía que hablaba para sus papeles
y se rió, mientras tocaba el agua.
La ropa se sumergía despacio, y
la frotaba despacio, a medida que
iba conociendo el juego.
Decidida,
tomó cada burbuja de jabón
y le puso un nombre; era
lo mejor que sabía hacer hasta ahora,
nombrar, y que las cosas
le estallaran en la mano.”*



Después esta Irene le entrega una camisa blanquísima.
En medio del desierto violeta esta camisa esta inmaculada. Kong ha venido para esto así que satisfecho gira sobre sus talones y camina varios kilómetros para alcanzar aquella, su puerta, que durante la charla se ha alejado de ellos, como si tuviera vida propia.
Al llegar, antes de girar el picaporte y volver al call center, se cambia y sale con la camisa manchada en la mano y la blanquísima, oliendo a suavizante, puesta.

Más tarde en el T1, camino a casa, mirará la mancha y decidirá que es necesario bajar una parada antes para pasar por la despensa de Juan.
Es indispensable. Después de todo, en su casa nunca tuvo jabón blanco.


*Irene Gruss, Buenos Aires, De La luz en la ventana [Escarabajo de Oro, 1982]

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