Las Puertitas del Sr. Kong I: Irene

Cae la tarde en este lunes de Córdoba. Un lunes como cualquier otro, monótono sin remedio, aunque para algunos empleados del callcenter de Bs As y Bv San Juan la semana está terminando y el franco llegará, inoportuno, mañana martes.
Entre ellos se encuentra un hombre insignificante, el Sr. Kong.
Para este hombre, que no tiene nada que hacer en su día de franco más que padecer a algún ocasional vecino, el martes pasa como un paréntesis breve e insignificante en el que se da apenas el austero lujo de alquilar una película vieja y tomarse un vermut.

Kong está en su box de callcenter terminando su última llamada con el mate a la mano y un gesto sin gracia en el rostro, no tiene amigos entre los compañeros de “team”: el Sr. Kong supera la media de edad por una década tranquilamente y el callcenter se le figura como todo un hormiguero de adolescentes que deambula sin parar.
Se dice a si mismo que es por la edad pero sabe bien que nunca fue un tipo sociable ni extrovertido y -para que se va a mentir- tampoco fue nunca interesante.
Su estrategia fue ser siempre el clavo que no sobresale, así la vida es más sencilla aunque debe admitir que también es bastante aburrida. Con los años se confiesa que no es resaltar lo que le molesta sino más bien que se siente- se intuye- incapaz de sostener la mirada ajena.

Cuando Kong termina de pronunciar las últimas palabras de su “speech” laboral, ve por el reflejo del monitor apenas una silueta pasar por detrás suyo en dirección al escritorio del supervisor. No necesita ver más para tener en la mente y en los labios un nombre esbozado como susurro: Irene…
Irene tampoco habla mucho y debe ser por eso mismo que a Kong le parece hermosa.
Se detiene un segundo en este pensamiento y ya está la voz del supervisor recordándole que es parte de una gran maquinaria:

-Kong, dejá de dar vueltas! Ponete en auxiliar 6 y vení para acá, dejate los procesos pendientes para más tarde, que tampoco vamos a esperar a que a vos se te ocurra hacer tu trabajo!

El Sr. Kong realmente detesta a este personaje menor que él que se la pasa dándole órdenes y tuteándolo.
Ya en el escritorio el supervisor esgrime argumentos de porque son los peores del turno, y de cómo eso puede repercutir en el rendimiento general y por tanto en sus sueldos y cómo un esfuerzo de segundos multiplicado por los cientos de llamadas, multiplicado por los integrantes del equipo multiplicado por los días del mes les permitirá –con mínimo esfuerzo- obtener premios e incentivos notables.
Después la charla deviene banal hasta que alguno señala a Kong

-ah, Kong sos un asco… tenés manchada la camisa!

Kong mira extrañado su camisa, ni siquiera se ha quemado y ahí está: la mancha verde poniéndolo en el centro de las miradas.
-anda urgente a un lave rap!
-comprate una nueva, no seas tan rata
la tímida voz de Irene apenas se abre paso entre las risotadas
-…con un poquito de jabón blanco se sale…
para ser cortada por otra voz, la de una compañera que al borde del asco replica:
-Irene te quedaste en los años 50! lavar ropa es, sin lugar a dudas, la más denigrante de todas las tareas domesticas…

Entonces se enciende la discusión mientras empiezan a bajar las escaleras y la voz de Irene queda pequeñita entre encendidas opiniones sobre el feminismo, el machismo, la importancia de un lavarropas, etc. y aunque a Kong le hubiera gustado escucharla, simplemente la mira perderse entre el ruido.

Minutos después Nuestro hombre ha quedado sólo en el tercer piso; en su computadora, terminando los procesos pendientes y disfrutando también del único momento en que se encuentra sólo y en silencio en ese lugar.
Al apagar su computadora se dirige feliz al cuartito de limpieza del pasillo.
Antes de abrir el picaporte se le cruza una idea: difícilmente puede llamarse cuartito a un espacio para las escobas de medio metro de profundidad.

Sonríe y gira el picaporte.

Del otro lado se extiende una llanura casi violeta. Allí lo espera sentado con un fuenton a su lado otra Irene, la Gruss, y Kong sabe sin preguntar que es 1982.
Entre el viento de este desierto violáceo esta Irene espera sentada, mucho más imponente que la otra Irene, con la mirada plena y una sonrisa espera a Kong.
Cuando Kong llega hasta la silla ella simplemente moja su mano y dice:


“Consecuente, ella empezó a lavar su ropa.
Puso agua en un balde
y agitó el jabón, con un sentimiento ambiguo:
era un olor nuevo y una nueva certeza
para contar al mundo.
“Mirar cómo se rompen las burbujas, dijo,
no es más extraño que mirarse a un espejo.”
Creía que hablaba para sus papeles
y se rió, mientras tocaba el agua.
La ropa se sumergía despacio, y
la frotaba despacio, a medida que
iba conociendo el juego.
Decidida,
tomó cada burbuja de jabón
y le puso un nombre; era
lo mejor que sabía hacer hasta ahora,
nombrar, y que las cosas
le estallaran en la mano.”
*


Después esta Irene le da una camisa blanquísima que Kong recibe sonriente.
No hay conflictos para él, esto es como debía ser. Así que gira sobre sus talones y camina varios kilómetros para alcanzar aquella, su puerta, que en el medio de la charla se ha alejado bastante, casi como si tuviera vida propia.
Cuando llega, antes de girar el picaporte, se cambia de camisa, siente el olor a suavizante, y sale con la camisa manchada en la mano y la blanquísima puesta.

Mas tarde en el T1, ya camino a casa, mirará la mancha y decidirá que es necesario bajar una parada antes para pasar por la despensa de Juan.
Es indispensable.
Después de todo, nunca tuvo en su casa jabón blanco.


*Irene Gruss, Buenos Aires, De La luz en la ventana [Escarabajo de Oro, 1982]

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